Edgar Hernández
Chiapas. Noviembre 16.— Cubriendo la última Caravana de migrantes ocurrió algo asombroso que si no hubiera prueba de ello sería increíble.
Una de las características del reciente éxodo es que muchos de sus integrantes son menores de edad. Había visto por varios días el sufrir de los pequeños, evidentemente más que el de los adultos, porque ellos no habían decidido la travesía a la que fueron arrastrados.
Comer lo que se podía, dormir donde se podía y avanzar bajo las inclemencias de un sol abrasante superior a 35 grados y en ocasiones golpeados por torrenciales lluvias.
Muchos pequeños enfermaron. Entre varias familias que entrevisté estaba la de una joven pareja hondureña, Edith Antillana y Julio González, que viajaban con dos hijos de 4 y 2 años de edad, Alison y César.
Ellos lo habían perdido todo tras el desbordamiento del rio Ulua en el municipio de Manuel del Departamento de Cortés por el paso del huracán Eta que azotó Centroamérica en el último trimestre del año pasado. Después de pasar cuatro meses en un albergue intentaron reiniciar sus vidas; ella vendiendo comida y el trabajando eventualmente como campesino.
Ambos juntaron dinero para comprar un tricilo y vendieron leña, pero nada mejoraba. Decidieron entonces tomar sus cosas y a los dos pequeños y migrar a México. Llegaron a Tapachula y después de intentar algunos meses regularizarse y no obtener respuesta del Gobierno mexicano, se sumaron a la Caravana.
Mientras la Caravana avanzaba lentamente, la cubrí casi dos semanas, tuve oportunidad de ir y venir, y en una de esas ocasiones le conté a mi amiga Mayra el sufrimiento que vi. Ella me dijo que tenía algunas cosas de su hija, ropa, calzado y una carriola y me pidió de favor que las entregara a alguna familia.
En un tramo de la carretera por Mapastepec y Pijijiapan dejé mi auto estacionado mientras la Caravana descansaba. Aproveché para hacer otras fotos, videos y recabar más testimonios. Cuando regresé al vehículo muchos migrantes estaban recargados, entre ellos la pareja de hondureños que había entrevistado días antes, en Huhuetán, con sus dos pequeños y sin pensarlo les entregué los artículos que Mayra me había dado.
Aunque hubo amagos e intentos de detener a la Caravana por parte de la Guardia Nacional esta continuo su andar.
En Tonalá volví a ver a Edith y Julio, y noté que la pequeña Alison tenía los zapatos que mi amiga había dado. Me acerqué a la pequeña y le pregunté si estaba contenta y me respondió que sí con una cara de felicidad, pero aún sabiendo el nombre de la pequeña porque me lo habían dicho sus padres se lo volví a preguntar pero a ella.
“Abi”, me respondió.
Su respuesta me generó un escalofrío de emoción y de inmediato voltee a ver al papá quien atajó.
“Alison Abigail”.
La emoción me inundó y estuve al borde de las lágrimas.
El segundo nombre de la Alison es Abigail, el mismo nombre de la hija de mi amiga que envió los artículos.
Fue un regalo de Abigail para Abigail.
Esa enorme coincidencia sólo me parece el preludio que esa familia conseguirá su propósito, un mejor futuro para el pequeño César y la pequeña Alison Abigail.